
La ciencia ficción es uno de los géneros más populares. Este género cobró vida en los años 20, con los tres padres de la ficción: Julio Verne, Issac Asimov y H.G. Wells. Este género juega con la realidad y la fantasía. Después de muerto, Julio Verne, se dijo que él fue adivino por acertar en la creación de ciertas máquinas. Cuando en realidad Julio Verne simplemente dedujo algo, a partir de la realidad de aquella época.
La ciencia ficción es un género bastante demandado a nivel internacional. Aquí en el país, los jóvenes prefieren la ciencia ficción en algunos casos. Sin embargo las editoriales discriminan este género literario, quién sabe por qué razones. Un escritor salvadoreño no podrá publicar su obra con facilidad, mucho menos si es una historia de ciencia ficción. Muchos salvadoreños desconocemos que existan obras nacionales de este género. Sí las existen. Pero no se publican. Una novela que se destaca en este género es la novela del escritor Jorge Galán: El sueño de Mariana.
A continuación les presento un cuento extraído del libro: La ilustre familia androide, del salvadoreño Álvaro Menén Desleal. Este libro se puede comprar en cualquier librería del país. Forma parte de la Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña (DPI). Cabe destacar que esta obra fue publicada por primera vez en Argentina; y su segunda edición aquí en el país en 1997, últimos años de vida del autor.
La ciencia ficción es un género bastante demandado a nivel internacional. Aquí en el país, los jóvenes prefieren la ciencia ficción en algunos casos. Sin embargo las editoriales discriminan este género literario, quién sabe por qué razones. Un escritor salvadoreño no podrá publicar su obra con facilidad, mucho menos si es una historia de ciencia ficción. Muchos salvadoreños desconocemos que existan obras nacionales de este género. Sí las existen. Pero no se publican. Una novela que se destaca en este género es la novela del escritor Jorge Galán: El sueño de Mariana.
A continuación les presento un cuento extraído del libro: La ilustre familia androide, del salvadoreño Álvaro Menén Desleal. Este libro se puede comprar en cualquier librería del país. Forma parte de la Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña (DPI). Cabe destacar que esta obra fue publicada por primera vez en Argentina; y su segunda edición aquí en el país en 1997, últimos años de vida del autor.
Los robots deben ser atentos

Álvaro Menén Desleal
(1932 - 2000)
El oficial de pie tras el escritorio, la invitó con un gesto cordial a sentarse.
La viejecita, más ágilmente de lo que era dable esperar de una mujer de su edad, tomó asiento.
─ Deseo presentar una queja ─ dijo la viejecita con una mohín de indignación, y mientras los ojillos le relumbraban.
El oficial de Quejas sonrió solícito. Con una leve inclinación de cabeza la animó a proseguir.
─ Si; una queja. Una queja contra los robots.
El oficial bajó los ojos y alistó su maquinilla para tomar apuntes.
─ Esas horribles máquinas─ dijo la viejecita con vez trémula y chillona─ son los seres más desatentos que conozco. Circulan por las calles de la ciudad y son incapaces de prestar el menor auxilio a una pobre anciana.
Ahora sollozó, la cara hundida en el pañuelo de encajes.
─ Ayer iba yo al Negocio de Seguros y tuve que esperar cuarenticinco minutos (sí; cuarenticinco minutos, como-lo-oye) antes de poder atravesarme la calle. El Robot de tránsito se hizo todo ese tiempo el desentendido, y no quiso detener la circulación de vehículos para que yo pudiera pasar al otro lado.
El Oficial tomaba cuidadosamente el apunte.
─ Y eso es lo de menos ─agregó─ La semana pasada, en vista de que mi nuera guardaba cama por un fuerte resfriado, me vi obligada a ir de compras. Ho hubo, en todo el camino de regreso, uno solo de esos malditos robots municipales que se ofreciera a llevarme la cesta… ¿Es que este gobierno jamás va a enseñarle buenas maneras a los robots? ─ preguntó, con un tono de protesta muy comprensible.
El oficial chasqueó ligeramente la lengua. Se levantó y ofreció una taza de café a la viejecita, ofrecimiento que ella aceptó con un pujido.
El oficial sirvió dos tazas, y dio una a la señora. Entre sorbo y sorbo, siguió ella explicando sus puntos de vista.
─ He llegado a creer que es patraña eso de las tres leyes de la robótica.
El oficial se estremeció en su asiento.
─ Si; como-lo-oye. “Un robot no debe dañar a un ser humano o, por falta de acción, dejar que un ser humano sufra daño: segunda: un robot debe obedecer las órdenes de un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera ley; y, tercera: un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda ley”. ¡Valientes leyes!
El oficial terminó su taza de café.
─ Sé de casos en que los robots ─ dijo la anciana ─ han causado daño a los seres humanos…
El oficial abrió mas los ojos por la sorpresa.
─ He soportado frecuentemente la insolencia de los robots, que se han negado a obedecerme; y sé también de casos en que los robots han dejado sufrir daños a los seres humanos, para protegerse a sí mismos. Como-lo-oye. ¡Egoístas!
El oficial sabía que aquello no podía ser cierto; pero, de todas maneras, tomaba cuidadosamente apuntes.
─ Ese Asimov debió agregar una cuarta Ley Robótica: “Los robots deben d ser atentos, especialmente con los ancianos y los niños ─ dijo, gimoteando de nuevo entre el pañuelo.
El oficial le dio seguridades de que su queja iba a ser considerada e investigada cuidadosamente: no era para menos saber que una persona tan simpática como ella tuviera quejas de tales seres inciviles y rústicos.
La anciana sonrió coqueta:
─ No hay como los seres humanos ─ dijo.
Luego agregó, con una risita:
─ Y no hay como los atentos Oficiales de Policía.
La viejecita se levantó y, ya animada su cara por la sonrisa, dijo:
─ Muchas gracias por oírme, joven.
El oficial sonrió a su vez, para corresponder las cortesías de su visitante.
El oficial no tenía porqué acompañarla; sin embargo la acompañó a la gran puerta de acceso, tomándola filialmente del brazo en todo el trayecto. La viejecita tenía sonrojadas las mejillas cuando estrechó pícaramente, y con un guiño coqueto la mano del apuesto oficial. Se marchó a pasos cortos y a media cuadra se detuvo; girando la cabeza, sonrió de nuevo para agitar una última vez la mano, el paño de encajes flotando en el viento como si fuera una bandera amistosa. El oficial que se había quedado en la puerta sonrió también y dijo otra vez adiós.
La viejecita se perdió en el tráfago de gentes y robots de la gran ciudad, murmurando entre dientes: “¡Ah, qué diferencia! ¡No hay como los seres humanos!”
El joven oficial tomó el ascensor para su despacho. Entre el segundo y el tercer piso, resonó la voz metálica de su oculto transmisor receptor.
─” Oficial de quejas…Oficial de Quejas… preséntese al despacho del director”.
─ Si, señor ─ Contestó el joven oficial.
Pero fue un “sí, señor” más respetuoso que de costumbre, porque un robot debe de ser atento.
La viejecita, más ágilmente de lo que era dable esperar de una mujer de su edad, tomó asiento.
─ Deseo presentar una queja ─ dijo la viejecita con una mohín de indignación, y mientras los ojillos le relumbraban.
El oficial de Quejas sonrió solícito. Con una leve inclinación de cabeza la animó a proseguir.
─ Si; una queja. Una queja contra los robots.
El oficial bajó los ojos y alistó su maquinilla para tomar apuntes.
─ Esas horribles máquinas─ dijo la viejecita con vez trémula y chillona─ son los seres más desatentos que conozco. Circulan por las calles de la ciudad y son incapaces de prestar el menor auxilio a una pobre anciana.
Ahora sollozó, la cara hundida en el pañuelo de encajes.
─ Ayer iba yo al Negocio de Seguros y tuve que esperar cuarenticinco minutos (sí; cuarenticinco minutos, como-lo-oye) antes de poder atravesarme la calle. El Robot de tránsito se hizo todo ese tiempo el desentendido, y no quiso detener la circulación de vehículos para que yo pudiera pasar al otro lado.
El Oficial tomaba cuidadosamente el apunte.
─ Y eso es lo de menos ─agregó─ La semana pasada, en vista de que mi nuera guardaba cama por un fuerte resfriado, me vi obligada a ir de compras. Ho hubo, en todo el camino de regreso, uno solo de esos malditos robots municipales que se ofreciera a llevarme la cesta… ¿Es que este gobierno jamás va a enseñarle buenas maneras a los robots? ─ preguntó, con un tono de protesta muy comprensible.
El oficial chasqueó ligeramente la lengua. Se levantó y ofreció una taza de café a la viejecita, ofrecimiento que ella aceptó con un pujido.
El oficial sirvió dos tazas, y dio una a la señora. Entre sorbo y sorbo, siguió ella explicando sus puntos de vista.
─ He llegado a creer que es patraña eso de las tres leyes de la robótica.
El oficial se estremeció en su asiento.
─ Si; como-lo-oye. “Un robot no debe dañar a un ser humano o, por falta de acción, dejar que un ser humano sufra daño: segunda: un robot debe obedecer las órdenes de un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera ley; y, tercera: un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda ley”. ¡Valientes leyes!
El oficial terminó su taza de café.
─ Sé de casos en que los robots ─ dijo la anciana ─ han causado daño a los seres humanos…
El oficial abrió mas los ojos por la sorpresa.
─ He soportado frecuentemente la insolencia de los robots, que se han negado a obedecerme; y sé también de casos en que los robots han dejado sufrir daños a los seres humanos, para protegerse a sí mismos. Como-lo-oye. ¡Egoístas!
El oficial sabía que aquello no podía ser cierto; pero, de todas maneras, tomaba cuidadosamente apuntes.
─ Ese Asimov debió agregar una cuarta Ley Robótica: “Los robots deben d ser atentos, especialmente con los ancianos y los niños ─ dijo, gimoteando de nuevo entre el pañuelo.
El oficial le dio seguridades de que su queja iba a ser considerada e investigada cuidadosamente: no era para menos saber que una persona tan simpática como ella tuviera quejas de tales seres inciviles y rústicos.
La anciana sonrió coqueta:
─ No hay como los seres humanos ─ dijo.
Luego agregó, con una risita:
─ Y no hay como los atentos Oficiales de Policía.
La viejecita se levantó y, ya animada su cara por la sonrisa, dijo:
─ Muchas gracias por oírme, joven.
El oficial sonrió a su vez, para corresponder las cortesías de su visitante.
El oficial no tenía porqué acompañarla; sin embargo la acompañó a la gran puerta de acceso, tomándola filialmente del brazo en todo el trayecto. La viejecita tenía sonrojadas las mejillas cuando estrechó pícaramente, y con un guiño coqueto la mano del apuesto oficial. Se marchó a pasos cortos y a media cuadra se detuvo; girando la cabeza, sonrió de nuevo para agitar una última vez la mano, el paño de encajes flotando en el viento como si fuera una bandera amistosa. El oficial que se había quedado en la puerta sonrió también y dijo otra vez adiós.
La viejecita se perdió en el tráfago de gentes y robots de la gran ciudad, murmurando entre dientes: “¡Ah, qué diferencia! ¡No hay como los seres humanos!”
El joven oficial tomó el ascensor para su despacho. Entre el segundo y el tercer piso, resonó la voz metálica de su oculto transmisor receptor.
─” Oficial de quejas…Oficial de Quejas… preséntese al despacho del director”.
─ Si, señor ─ Contestó el joven oficial.
Pero fue un “sí, señor” más respetuoso que de costumbre, porque un robot debe de ser atento.
Bibliografía:
Menén Desleal, Álvaro; La ilustre familia androide; Dirección de publicaciones e impresos,
El Salvador; 1997.
esta bn me sirvio de mucho
ResponderEliminargracias sirvió mucho pero tiene bastantes errores
ResponderEliminarjajajaja que gran poco de errores tiene!!!!!
ResponderEliminar(gran poco) q grencho lo escribistes , y lo peor q estas criticando
Eliminargrasias por nada jajajajjajajajaja eso no silvense leanla plimelo antes de publical !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarNo sabes ni escribir
Eliminarcuantos sustantivos tiene este cuento los robot debemos ser atentos
ResponderEliminarArgumento del cuento??
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